Santiago Literario. Por Camilo Marks

Al hablar del Santiago Literario desde este edificio colonial, uno de los pocos que quedan en ese estilo en esta ciudad destruida por quienes debieron preservarla, es decir, destruida, arrasada, aniquilada, devastada por arquitectos, constructores, urbanistas, paisajistas, diseñadores de parques y jardines, ministros de la vivienda y de obras públicas, en fin, todos los responsables de lo que es, física y materialmente, pero también espiritualmente, una ciudad, al hablar de un Santiago Literario a través de las novelas que la ponen como telón de fondo, desde una de las pocas construcciones bellas de esta ciudad convertida, gracias a esos personajes, en una de las más feas, menos acogedoras y más poco atractivas del mundo, no puedo dejar de preguntarme si esta misma Casa Colorada no dará paso, luego, a otro caracol como el de enfrente, a otro edificio de vidrios polarizados como el que está detrás nuestro o a otro más, como ese horror que construyeron al lado del antiguo palacio de gobierno, donde ahora está el Correo Central, ese horror de vidrios polarizados que reemplazó a la farmacia Bendjerodt, que era una noble construcción de vidrio y fierro semejante a la que, en forma diagonal, todavía ocupa la esquina de Compañía y Estado.

Estos no son pensamientos ociosos ni reflexiones plañideras, sino la constatación de algo que ha venido pasando hace ya varias décadas, desde fines de los años 60, hasta hoy. Pero todo esto ha sucedido con las agravantes extremas de que, fue primero la dictadura, con su locura modernizadora y destructiva y ahora la Concertación, con su paranoia por las autopistas y los túneles, que están desapareciendo de todo el mundo desarrollado, porque, en 50 años más tendrán que desaparecer los automóviles, pues se agotará el petróleo, digo, entonces, que son precisamente la dictadura primero y la Concertación después, los responsables de que desaparezca el Santiago Literario, el Santiago de sus novelas y cuentos, de sus poetas, de los grandes escritores que alguna vez la poblaron, la ciudad amable y acogedora, cosmopolita y provinciana, la urbe donde se reunían escritores, artistas, creadores, la misma que recibió un considerable flujo migratorio de grandes autores extranjeros y que hoy pretende tener restaurantes de diseño, hoteles de cinco estrellas de pésima calidad, cronistas gastronómicos (que se crearon, en el periodismo de los años 70, en Londres y Nueva York, para enseñarles a comer a los turistas ingleses y norteamericanos que comenzaron a viajar por el mundo, pero que, obviamente, nunca han existido en países donde la mayoría de la gente come bien, porque es parte de su cultura, como Francia, Italia, España, Grecia, Turquía).

Recordemos las Torres de Tajamar, con concreto al descubierto, el sumum de la arquitectura de entonces en algunos países desarrollados, hoy una serie de edificios depreciados, donde conviven vecinos con otros dedicados a la prostitución o casas de saunas, como se les llama hoy, o el edificio de la UNCTAD, llamado después edificio Gabriela Mistral y más tarde Diego Portales, esa mole horrorosa de la tercera cuadra de Alameda, o el edificio de la CEPAL, unánimemente considerada la más fea construcción dedicada a una dependencia de las Naciones Unidas, o recordemos la Remodelación San Borja, originariamente un proyecto de 360 edificios de departamentos que, por fortuna, sólo llegaron a ser 18, en su época, también el sumum de las aspiraciones de clase media, hoy convertidas también en lugares cada vez más inhóspitos, deteriorados, desagradables.

Ocurrirá exactamente lo mismo con los nuevos edificios de departamentos para “repoblar” el centro de Santiago; como son de mala calidad, baratos, pretenciosos a pesar de estar llenos de colorinches, correrán, en una generación más, una peor suerte que la que han corrido los ejemplos a que me acabo de referir. Y otros tanto sucederá con las elefantiásicas torres de departamentos elevadas en Providencia, en El Golf, en Las Condes, en Vitacura, que no sólo no han transformado a esta ciudad en una ciudad moderna, sino que la han afeado, le han quitado todo carácter, la han vuelto insípida, agresiva, una copia de cientos de ciudades norteamericanas, pero con la diferencia que no tiene ninguna de las ventajas de esas ciudades ni llega a la grandeza arquitectónica o histórica de Filadelfia, Nueva York, Boston, San Francisco, Chicago, ciudades que han sabido conjugar todos los estilos de los últimos 200 años, desde el neoclásico hasta el art déco, desde la monumentalidad del vidrio y el acero bien empleados, hasta la gracia, la pequeñez, la intimidad del barrio, de los almacenes, de las tiendas locales.

El Santiago Literario, el de sus novelas y cuentos al menos, termina, definitivamente, en la década de 1950. En esos años, se juntaban, en el centro, en bares, en cafés, en la Unión Chica -¿hasta cuándo seguirá en pié?- en Gath y Chávez, en el café Santos, en el salón de té La Novia o en el Crillón, o en otros, Manuel Rojas, José Santos González Vera, Carlos Droguett, Ricado Latcham, Hernán del Solar, Marta Jara, y muchos más; también lo hacían en la librería Lope de Vega o en la Pax, que eran dos edificios de tres pisos, más una editorial, en la calle Huérfanos frente al ex Teatro Rex, ahora una monstruosidad de vidrio ocupada, creo, por el Citibank, la librería Cultura, de Germán Marín, la librería PLA, Prensa Latinoamericana, del Partido Socialista o bien en los departamentos de la Avenida Bulnes, de la calle Santa Lucía o de las propias calles del centro hoy llamadas “paseos”, como Huérfanos, Ahumada, Estado. El Santiago Literario de hoy día, me atrevo a decir que no existe como escenario urbano, porque no hay centros de reunión reales y verdaderos para escritores y lectores, no hay cafés, no hay sitios de tertulias hasta la amanecida, como el Bosco, de Alameda, el café Iris, el Negro Bueno y….muchos más.

Esa misma ciudad albergó, en el siglo XIX, a Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, a Rubén Darío, a José Victorino Lastarria, a Francisco Bilbao, a Santiago Arcos. Y en la primera mitad del siglo XX la lista es interminable: Augusto Monterroso coincidió con Pablo Neruda, Augusto D’Halmar con Vicente Huidobro, el gran novelista peruano Ciro Alegría con los escritores chilenos de la futura generación del 38 y antes de ellos, el grupo fundacional de la literatura chilena contemporánea, el Grupo de los 10. Era una ciudad provinciana y cosmopolita, acogedora, abierta, poco agresiva. Hay quienes dicen que sostenía en su seno a una sociedad conservadora, retrógrada, reaccionaria, pero ésa es la mentira habitual de los historiadores que a toda costa tratan de ser originales, porque no habría podido producir a Neruda, Huidobro, Lihn, Anguita, Teillier, Parra, la generación del 50 –Lafourcade, Donoso, Guillermo Blanco, Elisa Serrana, María Elena Guertner- ni tampoco uno de los mejores teatros de Latinoamérica, representado por los grupos que hacían teatro de entretención y los otros más profesionales, de la Universidad de Chile, (Esperando a Godot”, de Becket, se estrenó aquí tres años después que en París, “¿Quién le teme a Virginia Wolf?”, de Albee, casi al mismo tiempo que en Nueva York) Católica y Concepción ni menos a dos orquestas clásicas que llegaron a ser dirigidas por Herbert von Karajan, Igor Stravinsky, Antal Dorati o dos ballets encabezados por algunos de los mejores coreógrafos del mundo –Uthoff, Botka, Cullberg, sin contar a escenógrafos y bailarines chilenos como Patricio Bunster, Maximiliano Somoza, Virginia Roncal, bueno, la enumeración podría ser demasiado extensa. Todavía hay algunos ignorantes –e ignorantes bastante adultos, mayores de 50 y 60 años- que piensan que la educación comenzó con la última reforma y olvidan que, hasta 1973, la educación y la salud eran gratuitas, la calle Huérfanos se hallaba, literalmente, repleta de librerías, desde Santa Lucía hasta Amunátegui y que los libros eran baratos, muy baratos, muy accesibles, muy al alcance de todo el mundo. Para qué voy a mencionar las tiradas iniciales de 180.000 a 300.000 ejemplares de la Editorial Quimantú o las ediciones de autores chilenos y extranjeros que se agotaban apenas aparecían, antes que se inventaran las listas de libros más vendidos, los rankings, los ratings (este fin de semana, un amigo que trabajó en esa editora, me contó una anécdota que debe corresponder a un hecho de la realidad: cuando Manuel Rojas recibió el cheque por la edición de “Hijo de Ladrón” que sacó Quimantú, fue, furioso, a reclamar al departamento financiero, cuando vio la cantidad que se le pagaba: Esto es indecente, dijo, completamente indecente, no se me puede pagar esto). Pero él no reclamaba porque era una suma muy baja, sino porque le parecía groseramente alta. Era un cheque cercano a los 15 millones de pesos de hoy día, correspondiente al 10% de sus derechos de autor por haber vendido, en un mes, la edición completa de 300.000 ejemplares de “Hijo de Ladrón”.

Así que referirse al Santiago Literario sin siquiera hacer una revisión somera de estos hechos me parece un contrasentido mayúsculo. Ahora bien, la ciudad de Santiago, tal como la conocemos hoy, con sus restos de actuales calles, edificios, barrios, sí figura en algunas novelas de la segunda década del siglo pasado y puede ser útil establecer una comparación entre el Santiago, por ejemplo, de “Coronación”, de José Donoso, la ciudad fantasma y no mencionada, pero amenazada y en franca decadencia de “El obsceno pájaro de la noche”, del mismo autor, la ciudad de novelas como “Frecuencia Modulada”, de Enrique Lafourcade, las pensiones y barrios de otra novela de este mismo autor – Pena de muerte- y yo diría que los últimos estertores de la verdadera ciudad de Santiago, presentes en “El peso de la noche”, la primera y tal vez una de las mejores novelas de Jorge Edwards y también visibles en algunas ficciones de Carlos Droguett, escritor que a mí no me gusta mucho y que encuentro sobrevalorado, pero que situó algunas narraciones en ese Santiago de mediados de siglo. Y entre los escritores recientes tenemos la ciudad de “Oír su voz”, de Arturo Fontaine, de “Mala Onda”, “Por favor rebobinar” y “Tinta Roja” de Alberto Fuguet, la urbe de los malls, las seudoautopistas, los barrios exclusivos y excluyentes, las incursiones en auto o como aventura al depreciado “centro”, las pasadas a la rápida por el centro, la bulla de Alameda, Estación Central o los sectores marginales, o bien la ciudad donde todo lo que pasa, pasa exclusivamente en el llamado “Barrio alto”, como en la novela del mismo nombre de Hernán Rodríguez Matte, recién aparecida. Y ése es ya otro tema que voy a desarrollar brevemente porque marca la gran diferencia cultural, valórica y generacional entre unos escritores y otros. Y no me referiré a sus distintas calidades literarias, sino, simplemente, a cómo ven la ciudad, su ciudad.

En “Coronación”, el Santiago moderno, pero con retazos decimonónicos, es por primera vez, protagonista ausente de la novela. No hay ningún nombre de calle, pero hay casas deterioradas de la antigua Ñuñoa y Providencia, especialmente la mansión señorial y decrépita donde muere misiá Elisa Grey de Abalos, “en una calle tranquila, en su caserón emperifollado en medio de un jardín desfalleciente”. Recordemos que antes, su nieto Andrés ha sucumbido a una pasión por la joven empleada doméstica del caserón quien, a su vez, ha consumado su amor en los faldeos del cerro San Cristóbal. En esa gran novela, que probablemente Donoso nunca superó completamente, está el Santiago de varias clases sociales, pero, fundamentalmente, la ciudad de dos grupos rivales y antagónicos: patrones y sirvientes. En esa novela, también por primera vez, se describe un tipo de casa que después pasó a llamarse “donosiana”, adjetivo que se aplica a pocos prosistas chilenos como, por ejemplo, algunas mansiones que aún quedan en la parte superior, en los cerros del antiguo balneario de Cartagena o el enorme caserón que está a la venta, que ojalá no lo compren ni lo demuelan y que se encuentra en la esquina de la avenida Grecia con Bustamante. Es una casa desvencijada, con gran belleza exterior, pero imposible de mantener en la actualidad por los costos en simples reparaciones. Entre ellos están la luz, el agua, la calefacción, etc., con todo lo que ello implicaría, a menos, naturalmente, que las municipalidades les dedicaran un poco de recursos en lugar de andar persiguiendo a los muchachos que fuman en la calle. La casa donde transcurren los principales hechos de “Coronación” es inolvidable porque todos la hemos visto y todavía seguiremos viéndola –no sé, eso sí, hasta cuándo- en la parte baja de Huérfanos, o en Santo Domingo, donde funciona el Colegio de Profesores, en algunos rincones de Santiago que aún se niegan a desaparecer. Ese procedimiento, una casa fantasmal, en una calle sin nombre, símbolo de una clase y un mundo desapareciendo, un mundo quebradizo y ya roto por dentro, sería llevado a sus últimas consecuencias en “El obsceno pájaro de la noche”: ahí es un fundo, La Rinconada y también hay varias casas, casi siempre casas de noche, casi siempre en calles sin nombre pero que son, sin duda, Rondizzoni, Beaucheff, avenida República, avenida España, los sectores que antes albergaron a los grupos latifundistas, de gustos franceses e ingleses. Son casas, calles y edificaciones de mucho carácter, pero, asombrosamente, sin ser identificadas por el autor, dejando al lector imaginar el lugar dónde pueden encontrarse. Este es uno de los grandes aportes de Donoso a la literatura nacional, aunque no es, obviamente, el principal que hizo: situó a la ciudad de Santiago, premonitoriamente, al borde de la extinción, anticipó el derrumbe de algo que se venía derrumbando, si bien, él mismo, como lo declaró una y otra vez, detestaba ese mito del jaguar sudamericano y esas idioteces arquitectónicas que lo caracterizaban.

Jorge Edwards, por su parte, sitúa su primera novela, “El peso de la noche” –que es de 1961, en tanto “Coronación” es de 1957- en un Santiago parecido, pero más de clase media, con internados de curas, con niños iniciándose sexualmente con prostitutas, con conventillos y en una mezcla de barrios, casi siempre de la clase media alta y de la clase media emergente o baja. En “Fantasmas de carne y hueso”, publicada 30 años después, en 1992, que contiene ocho cuentos, por lo menos hay seis de ellos donde los protagonistas se lamentan por la destrucción de una ciudad donde todos los días se levantan nuevos edificios en el barrio de la Plaza Bernarda Morín, en la comuna de Providencia, o donde todos los días se botan otras construcciones en la calle Cienfuegos, en Portugal, en Compañía, en Romero, en Erasmo Escala. Se trata de dos escritores completamente distintos, en todo sentido, como prosistas, como narradores, en cuanto a su visión de la literatura, pero cito dos obras de cada uno de ellos porque ambas ilustran la añoranza de una ciudad que está desapareciendo o bien incluso protestan contra la fiebre demoledora, el cretinismo por los edificios en altura, la desaparición de los barrios. Incluso en “Fantasmas de carne y hueso”, un personaje se llega a preguntar:” ¿es posible vivir en una ciudad dónde todos los días se construye un edificio nuevo que nadie sabe si va a ser o no ocupado?”. (Edwards, vale la pena destacarlo, vive en un departamento de la calle Santa Lucía, situado en un edificio construido en los años 40 y su mujer, que distribuye los libros de las editoriales Anagrama y Tusquets en Chile, tiene sus oficinas en la calle Rosal, en el barrio Lastarria, como se le llama ahora a uno de los pocos sectores humanos que van quedando en el centro de Santiago).

Esta ciudad de transición, entre la metrópolis con rasgos de provincianismo y acentos europeos, entre los tranvías y los trolleys, dando paso gradual al metro –esa otra estupidez que enorgullece a las autoridades porque permitirá a los habitantes de Puente Alto estar en 10 minutos, desde la Plaza de esa ciudad , hasta la estación Tobalaba, ¡qué gran racionalidad en el transporte!, o que destruyó una de las pocas áreas verdes, el Parque Bustamante, construyendo unas 6 estaciones que nadie usa, como Santa Isabel, Parque Bustamante, etc- , esta ciudad de transición hacia la urbe caótica, insegura, absurda, de autopistas destructoras del paisaje y el entorno, la llamada “libertad” en el transporte, con 500 recorridos urbanos y miles de taxis –única ciudad del mundo donde uno se rasca la cabeza y se detienen 200 taxis a ofrecer sus servicios-, esta ciudad de transición aún amable es el escenario de varias novelas, algunas que seguramente se seguirán leyendo y otras que pasarán a engrosar las listas de artículos de costumbre: el relato “El compadre”, y “El cementerio de los elefantes”, cuentos de Carlos Droguett, “Frecuencia Modulada”, “Palomita Blanca”, “Pena de muere”, de Enrique Lafourcade”, “A la sombra de los días”, de Guillermo Atías, la novela corta y los cuentos de “La difícil juventud”, de Claudio Giaconi, “La mujer de sal”, “Páramo salvaje” o “Islas en la ciudad”, de María Elena Guertner, “Las tres caras de un sello”, de Elisa Serrana y varias más. Esta ciudad anuncia la de los años 80 y 90, a la que me referiré para terminar con este trabajo que más parece un lamento urbano que literario.

Por cierto, una de las primeras novela que surgen en la mente cuando hablamos del nuevo Santiago, del Santiago actual, es “Mala onda”, de Alberto Fuguet. Aun cuando fue escrita pensando en los comienzos de los años 80, utilizando incluso la jerga juvenil de entonces, teniendo como telón del fondo el plebiscito de la Constitución de 1980, que entonces se iba a promulgar fraudulentamente y nos seguiría rigiendo, fraudulentamente, hasta hoy, con todas sus sucesivas modificaciones, la ciudad de la narración es un Santiago pensado desde la perspectiva de los años 90, con jóvenes empleando centenares de términos ingleses, con jóvenes inhalando cocaína, echando carreras contra el tráfico por la única vía doble que entonces existía –la Avenida Kennedy-, en fin, con jóvenes insatisfechos, rabiosos sin saber por qué, y un protagonista que hace un viaje de descubrimiento al centro de la capital y a algunos edificios emblemáticos y aún bellos, como el Banco de Chile, cuyo salón central es hábilmente comparado con una antigua estación de trenes o un alojamiento pasajero en el Hotel City, con sus vitrales art déco, para, finalmente, retornar a los departamentos sanitizados de la nueva clase media alta, leer durante una noche “El cazador oculto” de Salinger, pelear con la profesora que había sido amiga de Simone de Beauvoir y reconciliarse con el padre durante una noche en una casa de putas de las Torres de Tajamar. ¿Hay algo más sintomático de la nueva ciudad que este libro, más allá del valor literario que realmente tiene? En sus próximas novelas, Fuguet insistirá en ese mismo escenario, aunque lo exagerará en “Por favor, rebobinar” y lo matizará hacia la clase media baja en “Tinta Roja”.

Esta es la misma ciudad de otras buenas novelas y no tan buenas que se escribieron a comienzos de la década pasada: en algunas, como “Nosotras que nos queremos tanto”, “Para que no me olvides” o “Antigua vida mía”, de Marcela Serrano, hay cierta añoranza por el pasado y por el barrio; en otras, injustamente poco conocidas, como “La patrulla de Stalingrado”, de Radomiro Spotorno, hay una crítica despiadada, verbal, explícita y culta al sistema clasista, xenofóbico, racista y sexista imperante en Chile, narrando, uno de sus personajes centrales, el paulatino desplazamiento desde las mansiones de la Alameda, hasta los contrafuertes cordilleranos, para asilarse y alejarse del roterío. En algunas novelas del exilio, como “Cobro revertido”, de José Leandro Urbina o “Morir en Berlín”, de Carlos Cerda, hay una evocación del Santiago politizado, ideologizado, de las grandes movilizaciones de masas de los años 60, en la saga detectivesca de Ramón Díaz Eterovic con el detective Heredia como protagonista, hay un intento por rescatar los barrios viejos y decrépitos de la Estación Mapocho, en las novelas de Diamela Eltit hay una consciente y deliberada elaboración lingüística en torno a la degradación urbana y moral de la actual ciudad –pienso, sobre todo, en sus mejores novelas, la primera de ellas, “Lumpérica”, de principios de los 80, “Vaca Sagrada”, de comienzos de los 90 y no menciono las últimas, donde se recalca esa degradación, tal como ocurre en “Los vigilantes”, “Los trabajadores de la muerte” o “Mano de obra”, verdaderos manifiestos, más que novelas, en torno a la decadencia física, moral, comunicativa que existe entre las personas de esta urbe. Y por supuesto, también en algunas de las novelas de Gonzalo Conteras está la ciudad indolente, fría, yerta, repleta de torres de departamentos, con cuidadores, jardines plásticos y regadores automáticos, gente que vive encerrada en un cementerio de concreto y automóviles, sin posibilidades de comunicarse o con relaciones que son fruto de la casualidad o de encuentros entre vecinos que apenas se conocen o se dan a conocer en ascensores, patios, veredas supervigiladas, rincones protegidos de la chusma. En una novela que desgraciadamente me tocó leer y criticar, llamada, precisamente, “Barrio alto”, de Hernán Rodríguez Matte, ese supuesto sector está mucho más arriba de la Escuela Militar, en verdad, hay que sacar pasaporte para llegar a esos presuntos nuevos sectores elegantes. Bueno, y están Pablo Illanes, Ignacio Fritz, Carla Guelfenbein….algunos personajes de estas narraciones incluso piensan que lo peor que le puede pasar a un ser humano es irse a vivir a la calle Mosqueto.

Quizá la única novela que, sea por calidad o por una buena trama, o por un estilo cuidado, demasiado elaborado, ha retratado mejor que ninguna otra esta transición salvaje de la ciudad antigua a la moderna o de la época del barrio a la actual, sea “Oír su voz”, de Arturo Fontaine. Ahí están el Palacio de la Moneda y el Banco Central, los barrios antiguos y las casas nuevas construyéndose en La Dehesa, feas, pretenciosas, inhumanas, con cuadros caros colgando de las paredes, ahí está la antigua Cárcel Pública y los barrios contiguos a la Plaza Brasil o la Avenida República, están los alrededores suburbanos y está el metro, está la crisis económica desastrosa causada por la brusca alza del dólar y las sucesivas quiebras de decenas de empresas, están los nuevos magnates –el marido de la heroína adúltera es propietario de unas minas de manganeso-, está el tradicional hotel parejero Valdivia, están los nuevos cafés donde se reúne la nueva intelectualidad, se llevan a cabo acciones de arte, la CNI está en su apogeo, cierta oposición se reúne en peñas folklóricas, en fin, se trata de una de las mejores radiografías urbanas que en los últimos años se hayan hecho sobre nuestra ciudad capital, más allá, como digo, del valor literario del libro, que seguramente perdurará por su esfuerzo en ser una narración amena, compleja, multifacética.

Ese Santiago de Fontaine también es el de comienzos de los 80, pero preanuncia lo que vendría en los 90 y en la década actual: una urbe disgregada, segmentada, desproporcionada, tal vez moderna, completamente iletrada, satisfecha de sí misma, creyéndose el centro del mundo, mirándose el feo ombligo, inmersa en la suciedad, contenta porque no tiene los problemas de Buenos Aires o los de Lima o los de México o los de Río de Janeiro, con los índices de lectura más bajos del continente, pero con arquitectos, constructores y ministros de obras públicas felices porque la destruyen cada vez más y cada vez hacen mejores negocios.

Camilo Marks

(Texto de la intervención llevada a cabo en el ciclo “Santiago: Patrimonio Cultural y Turismo, “Santiago Literario”, jueves 21 de octubre de 2004, Museo de Santiago Casa Colorada).

2016-10-18T14:42:19-04:00 2016/10/18|